La muerte de Dios es una opinión muy interesante pero que en nada afecta a Dios”
-Nicolás Gómez Dávila-
Quien emprenda la lectura de estas ideas no debe esperar una mirada contracultural frente al fenómeno artístico que se deriva de la religión, sino que asumirá el riesgo de hallarse frente a un documento alimentado de varios presupuestos de fe sin los cuales su reflexión no sería viable, enriquecedora ni objetiva respecto al fenómeno estudiado.
Se busca enfrentar al lector con varias facetas actuales del fenómeno del arte sacro con el fin de acercar al lego a la heredad que le brinda su propia cultura.
La línea gruesa entre Guareschi y Gramsci
A partir de la dictadura de lo contracultural (que cuenta entre sus precursores a Gramsci) muchos artistas tienen por dogma que el único acercamiento inteligente al arte religioso consiste en denostarlo y fomentar el anticlericalismo en nombre de la libertad y la apertura hacia el único futuro que consideran posible.
Esa dictadura contracultural da a ciertos enfoques de estudio la categoría de tabú y quienes sobre ellos discurren (como ocurre con las actuales líneas y con multitud de obras artísticas) hacen parte de ese grupo de personas a quienes se niega la cédula de ciudadanía en la república de la cultura de modo que se acusa de antigualla lo que es llama eterna y limpia.
El hombre como criatura dócil a la voluntad de un ser superior, omnisciente y bondadoso que le guía en sus conflictos y dificultades, es la propuesta artística de Giovanni Guareschi en su “Don Camilo” . La obra de este italiano hace parte de un tipo de tendencias artísticas que resultan impensables si se desea clasificar entre las huestes de esa vieja vanguardia que llamamos “contemporaneidad”.
El artista se ve entonces ceñido a coordenadas culturales limitadas que, en general, buscan desconectarlo de la riqueza de su tradición (Entendida como la acumulación de conocimiento de generaciones precedentes); dicha desconexión lo convierte en carne de cañón de procesos de ingeniería social que no siempre le benefician.
Como en una rueda de hámster el artista exhibe la obra antirreligiosa (cuya temática está, generalmente repleta de lugares comunes) esperando la protesta de ancianas beatas para después declararse perseguido por las que considera censuras inquisitoriales poderosísimas que atentan contra su libertad; la comunidad artística se solidariza con el perseguido y todos se sienten un poco mejor que antes.
Dios mira a los grupos implicados con cierta ironía tierna: A los beatos, quienes creen que el Señor respira aliviado porque lo han salvado de las habladurías de los pecadores y a los anticlericales que suponen que, mediante el apoyo a una herejía de salón, han exorcizado del mundo aquella época de oscurantismo feroz que tanto se denunció en los libros negrolegendarios heredados de la tradición antiespañola de ingleses y franceses. Versión antihistórica que ha sido tomada por dogma por parte del mundo latinoamericano (Al respecto, es muy recomendable la lectura del libro “Imperiofobia y leyenda negra”).
Dicho espectáculo subsiste porque hay personas que creen que la censura es un factor de valía para el arte. Olvidan que respecto al arte, el censor no persigue calidades estéticas ni densidades filosóficas, sino ideas heréticas o simplemente ofensivas, de manera que un fundamentalista religioso hipersensible también puede resentirse por una obra artística menos que mediocre y llena de ideas de notoria simpleza.
La finalidad del presente texto consiste en mostrar diferentes acercamientos actuales al arte católico, el cual, por supuesto, es un derecho para el artista que se proyecta desde su tradición milenaria, del mismo modo que el arte anticlerical es una opción expresiva para quienes consideren que dicho camino es válido. La diferencia esencial es que el arte clerical se halla lejos de la posibilidad de integrarse a los salones oficiales de arte contemporáneo y lo opuesto ocurre con su contraparte.
La irreligiosidad de la contracultura y el examen ginecológico
En el 2014 María Eugenia Trujillo presentó una exposición llamada “Mujeres ocultas” en el exconvento Museo Santa Clara; se exhibieron allí una seria de custodias integradas con formas genitales. El evidente irrespeto a esos símbolos religiosos provocó el reclamo del catolicismo militante y la subsiguiente protesta del anticlericalismo contra el intento de censura. En ese momento manifesté que es normal que a los católicos les moleste que se burlen, en un espacio cuya estructura física corresponde a una edificación religiosa católica, de algo tan solemne para sus ritos como las custodias. Dicha inconformidad es más que comprensible porque se funda en la misma indignación de una adolescente que no desea, en su fiesta de 15 años, la exhibición del examen ginecológico de su mamá.
Ante la justa reprobación que hicieron los católicos hacia la exposición del Museo Santa Clara, surge una pregunta: ¿Cuántas galerías especializadas en arte católico tienen en Colombia los artistas católicos para exponer sus obras y dignificar su credo?
Si la respuesta es menos de 3 o ninguna, puede concluirse que el sentido estético católico ha empezado a conformarse con el glorioso pasado erigido por sus artistas de antaño.
Empieza el creyente actual a renunciar a la dignidad de las imágenes católicas y a contentarse con un sin fin de baratijas religiosas devocionalmente funcionales pero de muy poco valor artístico y por tanto muy indignas de lo que celebran.
En el fondo lo único que molesta de esa posición de censura hacia la exposición del Museo Santa Clara es que en medio de su inacción y su definitivo divorcio respecto a los artistas, los militantes católicos no brinden espacios de formación ni de exposición a los creadores de arte en la actualidad.
Como consecuencia de ello, las parroquias humildes carecen de la nobleza de la gran estética católica y se ven invadidas de obras plásticas muy mediocres que poco invitan al recogimiento y provocan el desdén de quien tiene una religiosidad liviana.
Se han pasado muy por alto los diferentes llamados papales hacia la comunidad católica para que busque a sus artistas y hacia los artistas para que busquen a la Iglesia
Desempleados por Dios, no es rareza que los artistas hambreados trabajen para Mefistófeles.
Volviendo al presente estado de cosas, la historia del arte actual parece preferir esas obras que resultan censurables al católico celoso y es explícito que el artista tiene patente de corso para cometer cualquier atropello contra lo que no dimensiona; aunque pase por alto que quien no comprende la importancia del rito tampoco entiende la pertinencia del arte.
“Piss Christ” de Serrano, las obras de León Ferrari, “El Papa derribado por un meteorito” de Mauricio Cattelan, “Madonna castigando al niño” de Ernst, son sólo algunas de las obras que traen detrás de si la larga tradición anticlerical de la Reforma, la revolución francesa y la contracultura; de tal suerte, se puede afirmar que la blasfemia en arte es ya parte del folclor de quienes son menos culpables de su incredulidad que de su falta de equilibrio frente a una institución que ha acumulado más de 2000 años de conocimiento y que ha ofrecido múltiples beneficios a las comunidades tal y como ha demostrado Thomas Woods en su genial libro “De Como la iglesia católica construyó la civilización occidental”.
Es necesario hacer una pausa aquí para aseverar que este escrito no busca defender, del anticlericalismo y de los crímenes de curas disolutos, a la iglesia católica pues la riqueza cultural que la reviste y su evidente vocación por la caridad, la defienden de mejor que cualquier ejercicio apologético, incluida la inteligentísima argumentación científica del padre Carreira en el siguiente video
El artista como historiador de la religión y la Ilustración castradora
Una de las obras recientemente inaugurada aquí en Guadalajara –México- es una escultura llamada “Sincretismo”, elaborada por Ismael Vargas. Esta pieza funde de manera explícita a la diosa mesoamericana Coatlicue con la imagen de la Virgen de Guadalupe.
Después de la obvia protesta suscitada en su inauguración, viene la reflexión fría que recuerda que, a veces, tras una advocación mariana se esconde una deidad precolombina. Aunque ciertos católicos aborrezcan ese hecho y aunque a los anticlericales y protestantes les encante suponer que allí está la prueba ineludible de la idolatría católica, a los católicos profundos simplemente les recuerda que el catolicismo no consiste en abolir el sentimiento religioso hacia otros dioses sino en redirigirlo hacia Cristo. En cualquier caso, el acercamiento de la obra de Ismael Vargas es visión de historiador pero no considera el fenómeno ritual producido mediante la imagen religiosa.
En cualquier caso es preferible el acercamiento de Ismael Vargas quien considera el sincretismo como parte de la fusión de culturas y no la aproximación mercantil de bestsellers como el “Código da Vinci” que no se compadece con ningún dato histórico de la persona de Leonardo ni de la simbología de “La Última Cena” sino que prefiere reforzar los prejuicios del día con tergiversaciones abrazadas por quienes no entienden que una novela no es historia sino ficción a veces condimentada con grandes figuras de la civilización.
En este caso, se hace patente el gran daño que la revolución francesa y la ilustración hicieron contra la comprensión de la imaginería católica, de tal suerte que pocos intelectuales tienen noticia de algo que antaño era de dominio público y que no es otra cosa que la riqueza iconográfica e iconológica que suele esconderse en los templos católicos (alimentados también por la cultura grecorromana). Hoy, “El Fisiólogo” de San Epifanio, “Los Evangelios Apócrifos”, “La leyenda Dorada”, “Iconología” de Ripa y otros libros otrora conocidísimos, no hacen parte de la cultura religiosa y artística popular sino que son textos para letrados. Bajo ese diagnóstico, urge al artista católico culto que desee reencontrarse con sus raíces, indagar en el pasado de su iglesia con la finalidad de difundir el lenguaje que ha acompañado a sus antepasados aunque eso le condene al ostracismo a que obliga la contracultura cuyo antecedente francorrevolucionario fue reemplazar en las iglesias, el crucifijo por el retrato del sanguinario Marat y al Papa por Robespierre, mostrando una vez más que el anticristianismo suele ser incapaz de refrenar en el hombre el impulso religioso aunque transmute en idolatría.
Ese impulso idólatra, que niega la religión, termina siendo reemplazado por el culto a los caudillos, por el culto a ídolos musicales o por expresiones como el performance, que no es otra cosa que un rito sin religión lo cual equivale al sexo sin pareja.
Del arte devocional, el sensomoralismo y el campesino pintor
La categoría de arte devocional es muy discutible toda vez que trata de someter el objeto religioso a una subescala de los géneros artísticos; sin embargo, se puede hablar de algunos objetos artísticos de escaso valor artístico como las laminitas del Divino Niño del 20 de julio, las cuales con justicia podrían calificarse de meramente devocionales. Igualmente, dentro de los objetos de uso ritual existen verdaderas joyas artísticas que engalanan y conmueven.
Durante el siglo XVII, la iglesia católica practicaba la doctrina estética del sensomoralismo la cual afirmaba que los sentidos podrían llevar a la comprensión de las verdades ultraterrenas. En palabras actuales, puede decirse que lo que se admira se imita y es en la admiración de las figuras artísticamente verosímiles que el hombre aprende pautas de comportamiento y elementos que enriquecen su fe. Dentro de esa perspectiva, el sensomoralismo le indicó a la iglesia que existía un gran bien espiritual en el desarrollo de obras artísticas grandiosas que conmovieran a los fieles. Gracias a dicha convicción que América Latina heredó de la Iglesia Católica, magnificas obras de arte que testimonian una versión de la historia que no ha contado con suficiente estudio.
Esa herencia de grandiosidad quizá facilitó retomar hoy la idea de crear obras de proporciones gigantescas como “El Santísimo” una escultura hecha por Juan Cobos en Piedecuesta (Santander) que representa un Cristo bastante convencional y meritorio que fue ferozmente atacado por sectores políticos y por artistas incapaces de alzar una oblea con arequipe pero suficientemente ácidos para criticar a quien levanta un coloso de 40 metros de alto.
Los políticos disculpando que querían invertir ese dinero en los hospitales y escuelas que no han hecho antes ni después del “Santísimo”, olvidaron que cada departamento tiene partidas para la ejecución de obras artísticas y que esas partidas suelen desaparecer en manos fantasmagóricas que no aportan nada a la cultura aunque estén prestas a sacar los impuestos tanto a los artistas como al pueblo católico en general.
Por su parte, algunos artistas presentaron sus divergencias estéticas y exigían festivales de performance y no obras “medievales” que, en su opinión, no correspondían con el aquí y el ahora. No vieron los artistas la posibilidad de agremiarse para exigir que cada departamento recupere, para sus creadores plásticos, las partidas presupuestales y para su pueblo el derecho a tener obras que conmemoren valores de su cultura aunque esas obras no coincidan con Kassel ni con la Bienal de Venecia. Hacer arte conmemorativo y arte religioso en Colombia huele a pecado intelectual.
En el mes de marzo de 2015, fecha posterior a la elevación de esa escultura, un sismo sacudió la zona sin afectar significativamente las casas, ni a la estatua, ni ocasionar víctimas. Los campesinos de los alrededores atribuyeron el milagro al Cristo hecho por Cobos y multitudes aparecieron ante la escultura para dar gracias a Dios.
La noticia pasó desapercibida para el mundillo de la crítica de arte, y muchos sospechan la incorrección artística que significa señalar que una obra sin pretensiones vanguardistas tenga uno de los efectos más soñados por cualquier artista de última generación: involucrar masivamente a su pueblo.
Podría acusarse que quizá la obra de Cobos tenía una intención más turística que religiosa, pero la religiosidad popular ha empezado a absorberla como propia y ese, seguramente, es su mérito mayor. Cobos trabajó para su pueblo y no para su tiempo.
Un caso semejante ocurre en San Pedro de los Milagros un pueblo que en el año 1943 comisionó al artista catalán José Claró la realización de siete pasajes del Nuevo testamento que estarían en la nave central de la basílica del Pueblo. 60 años después, el campesino Juan Múnera, nacido en ese mismo municipio, y quien se hizo pintor de historia, tuvo la oportunidad de realizar 19 pinturas de gran formato que hoy engalanan las naves laterales de la iglesia de su pueblo.
A partir de la instalación de sus pinturas en la basílica de San Pedro de los Milagros, dicha población cuenta con la mayor cantidad de devotos en semana santa venidos de todos los rincones de Antioquia. Juan Múnera, sin saberlo, generó con su trabajo el efecto propuesto por los sensomoralistas del siglo XVII.
El arte religioso en el museo y el arte en la iglesia
Un fenómeno como el Viacrucis pintado por Fernando Botero merece ser considerado en este escrito dado que es una producción de tema sacro de un gran artista que no se destina al ejercicio ritual católico sino que su finalidad parece limitarse a rendir un homenaje a un tema recurrente en la historia del arte. Son magníficas obras pero puede ser motivo de reflexión que a muchos les resulte inimaginable ver las formas de Botero como objetos venerables dentro de un templo. Puede ocurrir que la sensibilidad del creyente no se active, necesariamente, a partir de esas soluciones formales sino que exija otras más ajustadas a la tradición visual de la iglesia.
La situación ideal que hizo grandiosa a la Iglesia en términos artísticos, consistió en que el clero seleccionaba a los mejores artistas del momento para ennoblecer sus espacios rituales. Actualmente, todo ello se ve limitado debido al creciente empobrecimiento de las pequeñas parroquias, pero no debe olvidarse que hay casos en que la comunión con los grandes artistas vuelve a renovarse y aparecen obras en las que el gran arte se reencuentra con la fe. Ese es el caso del retablo mayor de la Catedral Basílica de Zacatecas cuyas esculturas fueron hechas por el siempre admirable Javier Marín, dicha obra llama tanto al creyente como al especialista en artes que puede derivar de esas obras un buen número de enseñanzas del terreno enteramente estético.
Posiblemente, quienes comisionaron estas piezas no tenían en mente el costo de la obra, el esfuerzo del artista, o la docilidad de los fieles; se buscaba algo distinto: realizar una ofrenda que dignifica y honra a una deidad.
Esa posición explica mucho más que cualquier otra porqué, en varios momentos de la historia, se emprenden obras de arte religioso cuya elaboración suma el esfuerzo laboral, estético y económico de varias generaciones como se demuestra en las catedrales medievales y hoy en el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia iniciado por Gaudí en el año de 1882 y cuya construcción aún se desarrolla.
Puede afirmarse que se mutila el estudio de este tipo de fenómenos estéticos si se excluye el presupuesto de que para estos creadores y financiadores Dios es un hecho innegable. En palabras de Nicolás Gómez Dávila: “Ni las religiones fueron hechas para la convivencia humana ni las catedrales son hechas para fomentar el turismo”
La inmensa distancia entre las telas de Doris y el Cristo negro
Uno de los más importantes teólogos católicos del siglo XX, Hans Urs Von Balthasar, concluye que existe una naturaleza incompleta en la verdad y la bondad cuando no se acompañan de la belleza, y que la belleza, siendo emanación de Dios, es camino para la comprensión de lo divino. Todo lo anterior, implica una posición estética por parte de la iglesia y explica las elecciones cuidadosas de la alta jerarquía eclesiástica respecto a las obras plásticas que decide adoptar como propias.
Un ejemplo de las obras que exigen una actitud específica por parte del espectador es la realizada por el canadiense Timothy Schmalz quien hizo una escultura en bronce consistente en una banca de parque sobre la cual duerme un indigente descalzo cubierto con una cobija, los pies muestran los huecos que corresponden a los clavos de Cristo. Dicha escultura ha causado todo tipo de reacciones: las desfavorables reclaman que el “Homeless Jesus” no es una obra para el culto religioso y que quita decoro a la figura de Cristo; quienes aplauden esta pieza resaltan el hecho de que desata la compasión con mayor efectividad que un sermón dominical.
Pero quizás el hecho más importante del arte católico de los últimos años en Colombia se cifra en la reciente visita del Papa a la ciudad de Villavicencio. Usando como ejemplo de la guerra la Masacre de Bojayá, el Papa se alejó de las posiciones guerreristas pseudocatólicas y pidió desdeñar la cizaña tan popular en redes sociales y noticieros.
El Papa recordó la masacre de Bojayá producida por los combates entre las FARC y las AUC, dichos choques contaron con la complicidad del estado y con la sevicia de los guerreros de ambos bandos quienes, ocupados de sus intereses bélicos, no consideraron a los civiles inocentes, muchos de los cuales huyeron a la iglesia en donde cayó un cilindro que mató a 119 personas, 45 de ellas niños. La escena final del combate dejó destrozada la imagen del crucificado que reposaba en el altar.
El Cristo de Bojayá era un vaciado escultórico de iglesia pobre que, al ser destrozado por la explosión perdió sus extremidades y se convirtió, junto a las víctimas de ese combate en una evidente muestra de la violencia en Colombia. Años después, los habitantes de Bojayá que habían perdido a miembros de su familia en la masacre se reencontraron con los agresores de ambos bandos, ya en proceso de paz, y tuvieron la grandeza histórica de perdonarlos.
El Papa eligió al Cristo negro de Bojayá como la imagen de la reconciliación de Colombia, pero no dentro de los discursos de la pornoviolencia del arte contemporáneo, sino enriqueciendo la fe popular e interpelando al fiel hacia una conducta de renovación de la confianza hacia sus hermanos que vuelven del exilio de la guerra. Al respecto el Papa dijo:
“Nos reunimos a los pies del Crucificado de Bojayá, que el 2 de mayo de 2002 presenció y sufrió la masacre de decenas de personas refugiadas en su iglesia. Esta imagen tiene un fuerte valor simbólico y espiritual. Al mirarla contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas, tanta sangre derramada en la Colombia de los últimos decenios. Ver a Cristo así, mutilado y herido, nos interpela. Ya no tiene brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su rostro y con él nos mira y nos ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es «más Cristo» aún, porque nos muestra una vez más que Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la violencia. Nos enseña a transformar el dolor en fuente de vida y resurrección, para que junto a Él y con Él aprendamos la fuerza del perdón, la grandeza del amor.”
Si respecto a este evento papal se hiciera una evaluación de “arte contemporáneo” podría asegurarse que allí hay una obra de arte total, dado que el pueblo espontáneamente ha elegido una obra sagrada que ha sido destruida por la guerra y hasta podría afirmarse heréticamente que el Papa ha hecho un “ready made” sin museo y ha resignificado una obra que nos obliga no olvidar a las víctimas de la guerra y nos invita a completarla, no como espectadores sino como actores en un proceso de reencuentro que apenas empieza.
El Papa, reiterando las tesis de Von Balthasar, toma el camino de la belleza y nos conduce mediante el Cristo Mutilado a la verdad terrible de la guerra y se apoya en esas mutilaciones para convocar a la bondad como fuente para el compromiso de todos.
La intervención papal está llena de recomendaciones que siempre son obvias, pero que son tremendamente vigentes para un pueblo que ha mostrado, frecuentemente, su incapacidad para las cimas de lo sencillo.
Frente a las repercusiones de este acto, las telas de Doris Salcedo (que se concibió como una escala más en su carrera de desaguisados artísticos) o los orines de Nadia Granados sobre la efigie del innombrable, son simples actos de opereta sin eco en la población; en contraste, el Papa va a lo más hondo de las raíces culturales colombianas y a lo más duro del sufrimiento nacional y trasciende su acto en un compromiso de reconstrucción social que nos obliga a todos.
El papa concluyó su acto con la oración al Cristo de Bojayá, la cual no está exenta de un poder poético tan sutil como simple:
“Oh Cristo negro de Bojayá que nos recuerdas tu pasión y muerte;
junto con tus brazos y pies te han arrancado a tus hijos que buscaron refugio en ti.
Oh Cristo negro de Bojayá que nos miras con ternura y en tu rostro hay serenidad;
palpita también tu corazón para acogernos con tu amor.
Oh Cristo negro de Bojayá haz que nos comprometamos a restaurar tu cuerpo.
Que seamos tus pies para salir al encuentro del hermano necesitado;
tus brazos para abrazar al que ha perdido su dignidad;
tus manos para bendecir y consolar al que llora en soledad.
Haz que seamos testigos de tu amor y de tu infinita misericordia.”
Puede aventurarse la hipótesis según la cual la fuerza de esta muestra de arte sacro se halle en la circunstancia (el aquí y el ahora) y en el hecho de que detrás del buen dignatario que visitó Colombia se esconde la fuerza milenaria de una institución que no nos ha abandonado.
Probablemente, el artista actual tenga la opción de alimentar sus creaciones de la fuente inagotable que se halla en la iglesia y sus artistas, pero son muchos los que creen que beber de esas aguas es condenarse a una vida de privaciones institucionales. En ese caso, es la magistralidad de la obra lo que compensa la posible discriminación.
Parece mentira que aun hoy, la crítica de arte no tenga presente el hecho estético con el que se cierra este artículo; el mismo que nos permite decir que el buen Francisco es mucho más que un artista… es una cultura que habla.
Gustavo Rico Navarro